La democracia, las luchas de los
trabajadores, el espíritu de sacrificio político de la transición, o el propio
designo de los dioses ignominiosos del capital había elegido a ese viejo pueblo
sureño para asaltar la modernidad tras la siesta, regando de puro capitalismo
popular hasta el último de los sueños de sus habitantes, suprimiendo a golpe de
ensoñación y vanidad, los trabajadores, los funcionarios y todos los demás
asalariados envilecidos por el trabajo.
Sin clases sociales, sin
trabajadores, solo con la riqueza que se multiplicaba por si misma sin cesar. Las
importaciones crecieron al mismo ritmo que la felicidad de los pobladores de
tan idílica patria, llegaban todas las modernidades, todas las delicatessen,
todas las tecnologías. Pero sobre todo se importaban trabajadores y
trabajadoras, para que se envilecieran cuidando de los naturales en el país que
deserto del trabajo, llenando de trabajo, sus propios sueños por una vida
mejor.
El escaparate lucia las mejores
galas, entre coloridas luces de neón a plena potencia, mientras los ojos del
resto del pequeño mundo se quedaban pasmados ante fortuna y todo el esplendor
desplegado por la camada nacional de nuevos ricos de aquel recóndito y viejo
territorio del sur de Europa ajado de historia, muerte y sueños.
La deslumbrante felicidad lo
llenaba todo, bueno casi todo, quedaban las enormes masas de brazos adquiridos
en miles de vuelos, o al vaivén de una patera, que no comprendían que tenían que
integrarse en la generosa nación que loas acogía, y solo podían hacerlo si con
sus miserables sueldos, con los que apagaban el hambre de los suyos en lejanas
tierras, encendían también el escaparate de sus vidas y los devoraban en el
supermercado del crédito para también ser propietarios y abandonar el designio del
malévolo trabajo que los había traído hasta nosotros.
Junto a ellos, tampoco tenía luz
ni escaparate, un hombrecillo de modales serenos, acompasados movimientos y
generosa actividad. Era el funcionario de palacio, nadie sabía cómo se llamaba,
todo el mundo le gritaba socarronamente al saludarlo funcionario, si se sabía
que era como un museo viviente, vestigio de otros tiempos en los que había un
Estado y él se ocupaba de dar servicios públicos que eran para todos y no para
los que los pudieran pagar.
Él, cuando los funcionarios se sumieron
a la moda de encender las luces de sus vidas y navegar por la cresta de la
riqueza que todo inundaba, renunció a dejar de ser el humilde funcionario que
lucho por su plaza entre miles de otros que también querían serlo, o tal vez
simplemente no pudo abandonar su condición, porque no pudo sin más, tampoco
molestaba a nadie, así que para que saberlo. Nadie sabía muy bien a que se dedicaba,
nunca se supo muy bien para que servían los funcionarios, son grises y
mediocres, incluso algo taimados, pero ahora ya nada era público el que
necesitaba un servicio lo pagaba y si no lo podía pagar no era digno de vivir
en el país del esplendor. El funcionario era una nebulosa de la historia
Una mañana el diario que colgaba
bajo el brazo del funcionario advertía que se había decretado la crisis en el país
del otro lado del charco, pero los comentarios resaltaban como acá seguía brillando
la luz y la felicidad, estos americanos estaban locos, mírate que dejarse
engañar con las “subprime”, si ya se les notaba que eran todo apariencia, están
en decadencia, mientras tanto nosotros cabalgamos desbocados hacia el futuro.
Otra mañana pocos meses después los
desayunos se entrecortaban con la cantinela repetitiva de radios y televisiones,
la recesión había llegado a Europa, se había frenado el crecimiento, se gastaba
demasiado y los bancos no tenían suficiente dinero. Pero nosotros seguíamos encendiendo
cada día con más luces el escaparate de nuestras vidas, y miramos recelosos la
pausada rutina del gris funcionario que mecánicamente acudía a su puesto.
Un frío día de primavera desde el
Gobierno, que nos había encendido el alma para asaltar el futuro y la
modernidad, se nos decreta que queda suprimida la luz en nuestros escaparates,
que debemos los gastos desaforado y que los humildes empresarios que nos habían
financiado nuestra barbarie quieren su dinero.
Las viviendas se vaciaron y
quedaron para los bancos que las vendieron a los locos americanos y los no
menos locos rusos. La enseñanza se declaró artículo de lujo y propio de la
nobleza de sangre, se necesitaba un certificado de un fondo de inversión o del
consejo del banco, para que los infantes pudieran acudir a estudiar. La sanidad asumió la responsabilidad que el
Gobierno le mandato y comenzó a desarrollar programas para que los más débiles,
inútiles o faltos de utilidad productiva no viviesen demasiado. Las pensiones
su suprimieron, un país moderno no podía mantener a millones de haraganes
paseando por sus calles. La religión privatizo el cuerpo de las mujeres y lo
puso a parir para que el país creciese con el aporte de más mano de obra joven.
Se implantaron leyes contra los
marginales que protestaban porque la riqueza hubiera desparecido en los
bolsillos de la minoría de la casta anónima. Finalmente se abolió la siesta
Cuando ya no había luz en el país,
cuando los escaparates de nuestras vidas se sentían huecos y cuando el Estado
no existía para asistir a los ciudadanos, porque ya no quedaban ciudadanos,
solo esclavos y por tanto no se necesitaba de servicio público alguno, ni de funcionarios
que los gestionasen….alguien recordó que había un viejo y taimado funcionario, que
aún acudía a su puesto cada día en la Corte de la Privatización.
Reunido el consejo de los anónimos
gobernantes decreto que la crisis había sido provocada porque nadie se había preocupado
de aquel funcionario, del gasto que obligaba para todos y del riesgo que
representaba su conducta honesta para con su ejemplaridad corromper al país. Se
acordó que como responsable de la crisis debería de pagar por ello.
A la mañana siguiente se le
comunica del delito cometido y que sería
ajusticiado por ello, nada más ponerle en antecedentes es detenido y llevado a
la plaza de la Concordia dentro del Palacio de la Corte de la Privatización y
con los leños recogidos por los esclavos del departamento de parques y la
dirección de algunos sumisos del departamento de fuegos, fue consumido bajo el
fuego purificador, mientras se retransmitía a todo el país por televisión la
decisión del Gobierno de tomar las riendas de la lucha contra los responsables
de la crisis.
Todos los esclavos del país contemplaron gozosos como se había
hecho justicia, y al fin de nuevo todo recuperaría su esplendor, cuentan
que no se recuerda un día con tanta producción
como aquel en los anales del rico país del sur de la vieja madre Europa
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