martes, 31 de diciembre de 2013

UN FUNCIONARIO EN LA CORTE DE LA PRIVATIZACION

Erase que se era un país en el cada vez que salía el Sol, sus ciudadanos recibían la dorada bendición que multiplicaba los panes y los peces, las clases sociales habían sido abolidas por el vellocino de oro y la riqueza lo inundaba todo, se sembraban de pisos y chalets los inútiles espacios plagados de centenarios árboles, crecían atalayas que extendían su sombra sobre al azul marino. Las arterias de ese cuerpo nuevo y pleno de vida crecían sin cesar, creando más riqueza  y desplazando  toda esa felicidad a lo ancho de la patria, sonriente tras los ahumados cristales del último modelo de automóvil, o de la difuminada mirada desde el cristal del tren de alta velocidad o ya cansino desde el embarque de los más modernos y caseros aeropuertos.

La democracia, las luchas de los trabajadores, el espíritu de sacrificio político de la transición, o el propio designo de los dioses ignominiosos del capital había elegido a ese viejo pueblo sureño para asaltar la modernidad tras la siesta, regando de puro capitalismo popular hasta el último de los sueños de sus habitantes, suprimiendo a golpe de ensoñación y vanidad, los trabajadores, los funcionarios y todos los demás asalariados envilecidos por el trabajo.

Sin clases sociales, sin trabajadores, solo con la riqueza que se multiplicaba por si misma sin cesar. Las importaciones crecieron al mismo ritmo que la felicidad de los pobladores de tan idílica patria, llegaban todas las modernidades, todas las delicatessen, todas las tecnologías. Pero sobre todo se importaban trabajadores y trabajadoras, para que se envilecieran cuidando de los naturales en el país que deserto del trabajo, llenando de trabajo, sus propios sueños por una vida mejor.

El escaparate lucia las mejores galas, entre coloridas luces de neón a plena potencia, mientras los ojos del resto del pequeño mundo se quedaban pasmados ante fortuna y todo el esplendor desplegado por la camada nacional de nuevos ricos de aquel recóndito y viejo territorio del sur de Europa ajado de historia, muerte y sueños.

La deslumbrante felicidad lo llenaba todo, bueno casi todo, quedaban las enormes masas de brazos adquiridos en miles de vuelos, o al vaivén de una patera, que no comprendían que tenían que integrarse en la generosa nación que loas acogía, y solo podían hacerlo si con sus miserables sueldos, con los que apagaban el hambre de los suyos en lejanas tierras, encendían también el escaparate de sus vidas y los devoraban en el supermercado del crédito para también ser propietarios y abandonar el designio del malévolo trabajo que los había traído hasta nosotros.

Junto a ellos, tampoco tenía luz ni escaparate, un hombrecillo de modales serenos, acompasados movimientos y generosa actividad. Era el funcionario de palacio, nadie sabía cómo se llamaba, todo el mundo le gritaba socarronamente al saludarlo funcionario, si se sabía que era como un museo viviente, vestigio de otros tiempos en los que había un Estado y él se ocupaba de dar servicios públicos que eran para todos y no para los que los pudieran pagar.

Él, cuando los funcionarios se sumieron a la moda de encender las luces de sus vidas y navegar por la cresta de la riqueza que todo inundaba, renunció a dejar de ser el humilde funcionario que lucho por su plaza entre miles de otros que también querían serlo, o tal vez simplemente no pudo abandonar su condición, porque no pudo sin más, tampoco molestaba a nadie, así que para que saberlo. Nadie sabía muy bien a que se dedicaba, nunca se supo muy bien para que servían los funcionarios, son grises y mediocres, incluso algo taimados, pero ahora ya nada era público el que necesitaba un servicio lo pagaba y si no lo podía pagar no era digno de vivir en el país del esplendor. El funcionario era una nebulosa de la historia

Una mañana el diario que colgaba bajo el brazo del funcionario advertía que se había decretado la crisis en el país del otro lado del charco, pero los comentarios resaltaban como acá seguía brillando la luz y la felicidad, estos americanos estaban locos, mírate que dejarse engañar con las “subprime”, si ya se les notaba que eran todo apariencia, están en decadencia, mientras tanto nosotros cabalgamos desbocados hacia el futuro.

Otra mañana pocos meses después los desayunos se entrecortaban con la cantinela repetitiva de radios y televisiones, la recesión había llegado a Europa, se había frenado el crecimiento, se gastaba demasiado y los bancos no tenían suficiente dinero. Pero nosotros seguíamos encendiendo cada día con más luces el escaparate de nuestras vidas, y miramos recelosos la pausada rutina del gris funcionario que mecánicamente acudía a su puesto.

Un frío día de primavera desde el Gobierno, que nos había encendido el alma para asaltar el futuro y la modernidad, se nos decreta que queda suprimida la luz en nuestros escaparates, que debemos los gastos desaforado y que los humildes empresarios que nos habían financiado nuestra barbarie quieren su dinero.

Las viviendas se vaciaron y quedaron para los bancos que las vendieron a los locos americanos y los no menos locos rusos. La enseñanza se declaró artículo de lujo y propio de la nobleza de sangre, se necesitaba un certificado de un fondo de inversión o del consejo del banco, para que los infantes pudieran acudir a estudiar.  La sanidad asumió la responsabilidad que el Gobierno le mandato y comenzó a desarrollar programas para que los más débiles, inútiles o faltos de utilidad productiva no viviesen demasiado. Las pensiones su suprimieron, un país moderno no podía mantener a millones de haraganes paseando por sus calles. La religión privatizo el cuerpo de las mujeres y lo puso a parir para que el país creciese con el aporte de más mano de obra joven.  Se implantaron leyes contra los marginales que protestaban porque la riqueza hubiera desparecido en los bolsillos de la minoría de la casta anónima. Finalmente se abolió la siesta

Cuando ya no había luz en el país, cuando los escaparates de nuestras vidas se sentían huecos y cuando el Estado no existía para asistir a los ciudadanos, porque ya no quedaban ciudadanos, solo esclavos y por tanto no se necesitaba de servicio público alguno, ni de funcionarios que los gestionasen….alguien recordó que había un viejo y taimado funcionario, que aún acudía a su puesto cada día en la Corte de la Privatización.

Reunido el consejo de los anónimos gobernantes decreto que la crisis había sido provocada porque nadie se había preocupado de aquel funcionario, del gasto que obligaba para todos y del riesgo que representaba su conducta honesta para con su ejemplaridad corromper al país. Se acordó que como responsable de la crisis debería de pagar por ello.

A la mañana siguiente se le comunica  del delito cometido y que sería ajusticiado por ello, nada más ponerle en antecedentes es detenido y llevado a la plaza de la Concordia dentro del Palacio de la Corte de la Privatización y con los leños recogidos por los esclavos del departamento de parques y la dirección de algunos sumisos del departamento de fuegos, fue consumido bajo el fuego purificador, mientras se retransmitía a todo el país por televisión la decisión del Gobierno de tomar las riendas de la lucha contra los responsables de la crisis. 

Todos los esclavos del país contemplaron gozosos como se había hecho justicia, y al fin de nuevo todo recuperaría su esplendor, cuentan que  no se recuerda un día con tanta producción como aquel en los anales del rico país del sur de la vieja madre Europa


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